jueves, 25 de abril de 2013

Hermanos


Hermanos
Por Alfredo Martínez Hidalgo
(Cad. III A.E.) 


Más que amigos, éramos hermanos. Porque cuando nos conocimos, nos dimos cuenta que el mundo era muy chico. Habíamos estudiado en el mismo colegio y vivíamos muy cerca. Solo un par de cuadras separaban su casa de la mía. Pero nunca nos habíamos visto. Fue cuando llegué a la Escuela Militar, que lo conocí. El dormía en la cama de al lado y entre conversa y conversa, nos dimos cuenta que teníamos muchas cosas en común. Desde ese momento, comenzamos a viajar juntos todos los fines de semanas a nuestras casas y a compartir en nuestros tiempos libres.

Pero la guerra era inminente y nosotros debíamos cumplir con nuestro juramento. Ambos habíamos quedado enrolados en la misma unidad. El terreno era nuevo para nosotros. Nunca habíamos salido de Santiago, pero eso no importaba. Estábamos juntos y eso hacía que no nos sintiéramos solos.

 -Oye, Suazo- le dije-, como sea volveremos  a Santiago. Vivos o muertos.  Volveremos juntos.

Él me dio la mano y nos dimos un abrazo enorme. No teníamos miedo.

De pronto, un día, en medio de un ataque, nos replegamos. Las cosas no salieron tan bien. Habían muerto muchos soldados. Estábamos seguros que nos encontraríamos con dos divisiones enemigas por el norte, pero ellos nos sorprendieron y nos atacaron por el este y por el sur. Escapamos hacia las montañas. Todos estaban confundidos. Ellos nos habían golpeado muy fuerte.

-¿Volvió el teniente Suazo?- le pregunté a un clase.
-No, mi teniente- respondió con un tono melancólico - Al parecer, él  quedó en alguna trinchera.

Lo más rápido que pude, fui a la carpa de mi capitán. Él estaba ocupado, analizando un nuevo plan, pero me vi en la obligación de interrumpirlo.

-Mi capitán, solicito permiso para ir a buscar al teniente Suazo.
-¡No! Es una locura. Si Usted se dirige a las trincheras, lo más probable es que no vuelva y no me puedo exponer a perder a un oficial. El enemigo es muy numeroso.
-Perdón mi capitán, pero voy a ir a buscar a mi hermano. Disculpe insubordinarme, pero tengo una promesa que cumplir- y salí corriendo de la carpa.

En medio del bosque, después de haber corrido treinta minutos, escuché unos quejidos. Era él. Lo habían herido en el estómago y sangraba mucho.

-Te estaba esperando- me dijo-, sabía que vendrías a buscarme.
-Obvio, mi viejo, si somos hermanos - mientras, intentaba curarle su herida-. ¿Te acuerdas que prometimos volver, como fuera, a Santiago?
-No, compadre. Voy a morir acá. He sangrado mucho y no creo que vuelva. Sólo te estaba esperando para decirte, que deseo que la vida nos dé una segunda oportunidad y podamos volver a nacer. Pero quiero que me prometas una cosa: Que naceremos de la misma madre y que seremos hermanos y que desde niños jugaremos todos los días y que nunca nos dejaremos solos.
-Te lo prometo, hermano.
-Tomé su mano y la estreché con la mía, que tenía su sangre.
-Gracias, por no dejarme solo.

Hizo una sonrisa. Lo abracé y dejó de respirar. Le cerré los ojos. Había sangrado mucho. Le puse el crucifijo que tenía en mi cuello. Nunca había llorado tanto en mi vida. Me lo llevé sobre mi espalda hasta el campamento y le pedí al clase que se lo llevaran a Santiago y lo sepultaran allá y que hicieran un hoyo al lado de él, para cuando fuera mi turno.

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